La sociedad de consumo nos ha hecho consumistas. Cuando los fabricantes de productos se dieron cuenta de que los habitantes del mundo civilizado teníamos por fin nuestras necesidades cubiertas, empezaron a maquinar la manera de hacernos creer que seguíamos necesitando cosas. Para ello, empezaron a valerse de la publicidad. En 2004, los anunciantes de todo el mundo se gastaron 370.000 millones de dólares en mostrarnos las bondades de sus productos. Hoy, un ciudadano medio recibe una media de 3.000 impactos publicitarios diarios. Fuerte, ¿verdad?
La mayoría de los adultos hemos aprendido a impermeabilizarnos a estos mensajes, aunque debemos reconocer que todos caemos en su influjo de vez en cuando. Si los adultos tenemos difícil no sucumbir a esta “manipulación” los niños son infinitamente más vulnerables. Los anuncios de juguetes, golosinas, comida para niños, etc. no van dirigidos a los padres, que son los que tienen el dinero para comprar esas cosas a sus hijos, sino que se dirigen directamente a los niños, muchas veces aprovechando su ingenuidad, su candidez, su exceso de imaginación y su limitada capacidad para evaluar la veracidad de la información, presentando los bienes como algo que realmente no son o revistiéndolos de cualidades inexistentes con efectos especiales, decorados fastuosos o utilizando la imagen de personajes conocidos para ellos.
Tanto es así, que la publicidad infantil ha sido y es objeto de un debate muchas veces polémico. Aunque se han hecho esfuerzos por regular la actividad publicitaria cuando ésta se refiere a la infancia (ver el Código Deontológico para Publicidad Infantil), lo cierto es que seguimos viendo anuncios para niños que vulneran las más básicas normas éticas. Por tanto, corresponde a los padres y a la comunidad educativa hacer un esfuerzo por formar niños con capacidad de discernimiento y sentido crítico: consumidores responsables desde pequeños.
Hace años los anunciatnes eran más respetuosos con los niños, no querían engañar a nadie:
Y mirad ahora...



